Sobre Ucrania. Andrés Díaz

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Conflicto Ucrania – Rusia.

Por Andrés Díaz. 01 de marzo de 2022

 

Preámbulos de un desastre.

Se escriben estas lineas antes de los hechos, ya conocidos por todos que son, el
reconocimiento de la autonomía e independencia de dos zonas ubicadas en territorio
ucraniano (Donetsk y Lugansk en el Donbás) dedo un conflicto de 8 años y el hecho más complejo, que ha sido sin duda la invasión al territorio de Ucrania por parte de Rusia.
Este escrito está pensado como contexto a los lamentables hechos ocurridos a
posterioridad, pero que vienen a poner fin a un conflicto de ya más de ocho años(Zona del Donbás), con miles de muertos (que no interesaba a nadie hasta hace muy poco), y que espero, no sé este transformando en un gran polvorín nuclear para el mundo entero.
Otro tema a considerar, siendo casi mi única opinión personal de este lamentable
conflicto, es que en cualquier guerras, cualquiera sea su contexto y “justificación”, son muy pocos lo que ganan algo, pero si, son miles los que lo padecen y sufren, teniendo como gran derrotado a la humanidad entera.
I) Pueblos hermanos
Se dice que rusos y ucranianos son “pueblos hermanos”, y es verdad. Siglos de vida en común, dos lenguas bien parecidas y una geografía sin obstáculos físicos, de llanuras surcadas por ríos mansos, que complica y difumina todo concepto de frontera. Al mismo tiempo, el parentesco fraternal no es incompatible con fuertes diferencias de carácter.
Cuando una abuela dice sobre sus nietos, “¡Qué diferentes son, parece mentira que sean hermanos!” está formulando un tópico familiar de los más recurrentes. Veamos algunas de esas diferencias.
Como tantos otros países, Ucrania contiene una considerable diversidad regional entre el Oeste y el Este. Simplificando: cuanto más hacia Rusia, más ruso se habla, mayor influencia del cristianismo oriental adscrito al Patriarcado (ortodoxo) de Moscú y menos
perceptible se hacen las diferencias fraternales. Cuanto más al Oeste mas fuerte es la
identidad nacional ucraniana, el carácter mixto (oriental-occidental) del cristianismo, etc., etc.

A lo largo de su historia, Ucrania vivió varios procesos de integración, bien en la órbita rusa, bien en la polaca. Al colisionar con el poder superior ruso, el nacionalismo burgués ucraniano se vio condenado a colocarse bajo patronazgo extranjero. En el siglo XX sus efímeros gobiernos se afirmaron bajo la protección militar alemana (el del atamán Skoropadski) o polaca (Petliura). El nacionalismo popular ucraniano fue más anti polaco y anti judío que anti ruso. Políticamente fue frecuentemente socialista o social revolucionario y al final, en un contexto de grandes convulsiones como los de la guerra civil rusa, tuvo que decantarse entre blancos y rojos en beneficio de los segundos.
El espacio ucraniano ha sido frecuente campo de batalla. En el siglo XVII conoció la
revuelta de Bogdan Jmenitski contra la unión polaco-lituana, en el XVIII el zar Pedro I se impuso a los suecos en Poltava, y en el siglo XX fue uno de los principales escenarios bélicos tanto de la guerra civil rusa como de la Segunda Guerra Mundial.
El periodo 1917-1922 contiene en Ucrania un sinfín de conflictos. Parte de los
nacionalistas ucranianos lucharon junto con los alemanes y austro-húngaros y otra parte contra ellos. La población ucraniana pro rusa se dividió en su lucha a favor de una Rusia unida, unos con los rojos y otros con los blancos. Otras fuerzas, como la del ejército campesino de Nestor Majno, con un gran componente social libertario y nacional ucraniano, lucharon tanto contra los rojos como contra los blancos.

Para comprender el actual mapa de Ucrania es ineludible hablar de tres regiones. En
primer lugar Galitzia, zona occidental de claro dominio de la lengua ucraniana, con
influencia católica mestiza (greco-católicos o “uniatas”), que en su mayoría nunca formó parte del resto de Ucrania ni estuvo sometida a Rusia hasta Stalin en los años cuarenta, después de dos siglos de sometimiento a regímenes polacos o austro-húngaros opresivos.

De Galitzia partió en el siglo XIX el más fuerte impulso nacionalista. Ya en la época
postsoviética desde allí se ha irradiado hacia el resto del país la ideología nacionalista más
fuerte, con su particular narrativa histórica sobre la URSS: la revolución bolchevique como
asunto “ruso” o “judío” (ignorando la larga lista de ucranianos presente en la dirección
bolchevique), la mortífera hambruna de los años treinta con varios millones de muertos
como “genocidio comunista-ruso contra el pueblo ucraniano” (ignorando que la misma
hambruna de esos años devastó igualmente zonas rusas en el Don, Kubán,Volga, etc. y
otras repúblicas como Kazajstán), todo ello aspectos de la nueva historia adecuada a la
nueva estatalidad adquirida en 1991 que debía enmendar la historia oficial soviética,
igualmente repleta de omisiones y manipulaciones.
Desde sus orígenes a principios de siglo XX, las organizaciones armadas del nacionalismo
ucraniano en Galitzia (que entonces actuaban contra el dominio polaco) estuvieron
financiadas y teledirigidas por el Abwehr, el espionaje alemán. Durante la Segunda Guerra
Mundial los invasores alemanes fueron recibidos como libertadores por muchos
ucranianos occidentales que habían sufrido la cruda represión estalinista y las hambrunas.
Una vez más, la invasión hitleriana dividió a los ucranianos en dos bandos; el mayoritario
que luchó con el ejército soviético contra el fascismo, y el minoritario de nacionalistas de
Ucrania Occidental que fue utilizado por los nazis como fuerza de choque, creó una
división SS específica y actuó frecuentemente de una forma aún más cruel que sus amos
contra judíos y comunistas en los campos de exterminio, empuñando la bandera de la
liberación nacional ucraniana.
Hay que decir que los ucranianos occidentales no fueron los únicos “colaboracionistas”:
también los rusos del ejército de Vlasov, tártaros, chechenos, cosacos, etc. tuvieron
representantes en el ejército alemán.
A los colaboracionistas de Ucrania Occidental, cuya relación con los nazis no fue fluida e
incluyó episodios de enfrentamientos armados, se les conoce como “banderovski” por el
nombre de su principal líder, Stepan Bandera. Con la victoria soviética y la incorporación
definitiva de Galitzia a la URSS en 1945, los “banderovski” mantuvieron una guerrilla muy
brava contra el NKVD de Stalin, recibiendo apoyo de la CIA en armas y lanzamiento de
paracaidistas. Su cuartel general en Europa estaba en Munich, donde Bandera fue
eliminado por un agente de Stalin en 1959…
Esta corriente, con la que en la época de la Perestroika solo se identificaba un sector
minoritario del nacionalismo ucraniano, es reconocida hoy por un sector mucho más
amplio como símbolo de la liberación nacional, o por lo menos como inspiradora de su
principal ideología y narrativa nacionalista. La revuelta de Maidán del invierno de 2014 y
el golpe de Estado pro occidental en que desembocó, instalaron ese nacionalismo
exclusivista del Oeste de Ucrania en el centro del Estado.
En el sur y el Este de Ucrania, la llamada Novorossia, siempre se rechazó con toda claridad
cualquier glorificación de los fascistas “banderovski”. Se trata de un arco que va desde
Járkov, en el norte, hasta la región de Odesa en el sur-oeste, mayoritariamente ruso
parlante y con gran población que se define como “rusa”. Ese arco no formó parte de
Ucrania hasta la guerra civil de los años veinte (era la parte más industrial y a los
bolcheviques les interesaba tener una base obrera en el gran universo campesino que era
Ucrania), conserva una fuerte memoria soviética de la Segunda Guerra Mundial, y, al
mismo tiempo, desde la nueva independencia de 1991 tendía hacia una cierta lenta
ucrainización, o, por lo menos, a acentuar sus diferencias sutiles y difusas con Rusia. A
grandes rasgos, Novorossia (la “Rusia nueva”) fue objeto de la reconquista imperial rusa
en los siglos XVII y XVIII.
Mención especial merece la península de Crimea, tierra ancestral rusa, poblada por rusos
y ruso parlante en un 80%, por donde llegó el primer cristianismo a la Rus de Kíev (¿el
primer estado ruso fue ucraniano, o es que el primer estado ucraniano se llamaba Rusia?,
eh aquí un interesante objeto de disputa entre besugos), reconquistada por Catalina II a
los tártaros del janato de Crimea, el último vestigio de la Horda de Oro heredero del
imperio de Chingiz Jan, que para entonces era un satélite del Imperio Otomano. Crimea
fue escenario de glorias militares rusas y soviéticas, tanto durante la guerra de Crimea del
XIX (todos contra Rusia) como durante la Segunda Guerra Mundial, con heroicas batallas
en Sebastopol, Kerch y Odesa. La caprichosa entrega de Crimea a Ucrania por Jruschov en
1954, desgajándola de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR) en una
época en la que las diferencias entre repúblicas era completamente irrelevante, tuvo un
carácter simbólico. A partir de la disolución de la URSS eso se convirtió en un problema.
Otra diferencia entre rusos y ucranianos tiene que ver con su tradición política, con las
formas, símbolos y héroes en los que unos y otros se sienten identificados. Aquí el
contraste entre los hermanos es importante. Ucrania fue un país situado geográficamente
en el límite y la confluencia de grandes imperios (turcos, polacos, rusos). Su propio
nombre, “U-kraine”, significa algo así como “junto al límite”, “en la frontera”, un espacio
al que la autoridad imperial de unos y otros, y sus relaciones de servidumbre, apenas
llegan o se perciben como algo lejano y difuminado. Esa posición determinó cierta holgura
y libertad, un “arréglatelas tu mismo como puedas y sin gobierno” que asociamos al
espíritu de frontera del “Far West”.
Los héroes de esa tradición política son líderes cosacos “libres” que luchan; ahora contra
los turcos, ahora contra los polacos o contra los rusos, absorbiendo rasgos de unos y otros
(Maidán -plaza- es una palabra turca). Todo eso es muy diferente de la tradición rusa, que
es una galería llena de cuadros de grandes zares y caudillos absolutistas tanto más
grandes cuanto más Estado e Imperio construyen.
Esa diferencia ha influido en la diferente evolución que ha tenido la formación de los
estados postcomunistas pese a su común régimen oligárquico.
Mientras en Rusia tras una época turbulenta se recuperó la “vertical de poder” con su
vector tradicional autocrático con considerable facilidad (eso es lo que representa Putin),
en Ucrania el Estado ha sido mucho más débil. Eso ha hecho que la sociedad haya sido
mucho más suelta, incontrolada e independiente hacia el poder que en Rusia, lo que ha
tenido ciertas ventajas para la autonomía social y también serios inconvenientes para
estabilizar un gobierno efectivo independiente de intereses externos…
Dicho todo esto y situados ya un poco ante el mapa, hay que decir que por más que esas
semejanzas y diferencias sean importantes para comprender el universo ruso-ucraniano y
para entender la diversidad interna de Ucrania, apenas aportan una explicación concreta a
lo que tenemos hoy encima de la mesa: una verdadera fractura que explota en una guerra
civil. ¿Cómo ha podido podrirse tanto la situación para que los hermanos se tiroteen y
bombardeen?
Para comprender eso, no hay más remedio que fijarse en los regímenes políticos –
igualmente emparentados- de Rusia y Ucrania.
II) Privatización y regímenes
En los años noventa, Rusia y Ucrania sufrieron el mismo proceso de saqueo de su
economía, sus recursos, su patrimonio material nacional, a manos del mismo estrato
administrativo-burocrático-oligárquico del antiguo régimen comunistoide, la Estadocracia
(según el término del profesor Marat Cheskov). Eso que se conoce como “privatización”
dio lugar al mismo tipo de sistema de capitalismo oligárquico. La diferencia con Rusia ha
sido “el factor Putin”.
Si en Rusia con el cambio de siglo acabó emergiendo un poder político que restableció la
vertical de poder y sometió a los magnates de la privatización a unas reglas de juego en las
que era obligatorio reconocer la primacía del Estado, en Ucrania eso no ocurrió. Después
de los años noventa, la política ucraniana continuó siendo la lucha entre,
fundamentalmente, dos grupos de magnates. Unos vinculados industrialmente a Rusia y
por tanto que tendían geopolíticamente hacia ella, y otros mucho más en la órbita
occidental.
Esos grupos apenas se diferenciaban internamente en su programa socio-económico,
maltrataban exactamente igual la aparición de cualquier manifestación social o de
izquierda, y mantenían una cruda lucha subterránea por el poder. Ambos grupos se
disputaron ese poder y alternaron en él, con incidentes pero sin llegar a un
enfrentamiento abierto y militar como el de octubre de 1993 en Moscú.
Cada uno de los dos bandos de este sistema clánico-oligárquico con fuertes anclajes en la
descrita diversidad regional ucraniana, era demasiado débil para imponerse
definitivamente a sus adversarios. Esa debilidad hizo que cada uno de ellos aumentara la
conexión y dependencia clientelista hacia el elemento geopolítico exterior. Los intereses
de los grandes vecinos se mezclaron cada vez más en una amalgama, junto con los
intereses económicos, industriales e ideológicos, “orientales” u “occidentales” de cada
bando. Sobre esa lógica de poder actuaron tanto subvenciones rusas al suministro de gas,
como la compra y financiación de ONG, medios de comunicación e instituciones con los
5000 millones de dólares reconocidos por la señora Victoria Nuland, vicesecretaria de
Estado norteamericana, o por su vector correspondiente alemán, polaco y europeo en
general.
Diferencia fundamental entre esos dos vectores externos era que si Moscú era desde el
principio consciente de la diversidad interna de Ucrania y de la imposibilidad de imponer
por completo sus intereses allá sin romper el país, en Washington, Bruselas y Berlín se
buscaba, cada vez más, una victoria total y definitiva, ignorando los peligros de una
fractura.
Ese sentido común acerca de la necesidad de cierto equilibrio interno había regido la
política ucraniana de los dos bandos oligárquicos enfrentados desde 1991 hasta 2014.
Siempre que uno u otro bando llegaba al poder en Kíev, ambos gobernando sobre el
mismo fondo de corrupción y parasitismo (muy superior al de Rusia), había conciencia de
que el país sería ingobernable y se rompería si se ignoraban por completo los intereses del
otro. La propia población, socialmente muy descontenta con el poder tanto en el Este
como en el Oeste del país, dependía de la apertura y el acceso a los grandes vecinos
orientales y occidentales. De los 45 millones de ucranianos, unos seis millones
respondieron a la pobreza emigrando a trabajar en el extranjero, unos 3 millones hacia
Rusia (ucranianos de Novorossia) y otros tres hacia Polonia y la Unión Europea,
mayormente ucranianos occidentales.
III) La revuelta del Maidán y su secuestro.
En este contexto de debilidad del poder ucraniano que acentúa el recurso de los dos
grupos oligárquicos enfrentados a padrinazgos geopolíticos exteriores, apareció la
provocativa y desestabilizadora oferta de la Unión Europea de un acuerdo de “Asociación
oriental” con Ucrania. Hay que decir que a diferencia de la Unión Aduanera propuesta por
Moscú, esa oferta europea se planteó desde el principio como excluyente, no compatible
y no negociable con cualquier interés ucraniano vinculado a Rusia. Dada la permeabilidad
existente entre los mercados ruso y ucraniano, abrir el segundo a la UE significaba
perjudicar directamente la economía rusa. En materia de seguridad, la Unión Europea
dejaba claro en aquel tratado que Ucrania debía ponerse en sintonía con “Europa” en su
política exterior y de seguridad, fundamentalmente adversa a la de Moscú.
Mientras Moscú y Kíev pedían a la Unión Europea una negociación a tres bandas para
solucionar el entuerto, la canciller Merkel se negó rotundamente a admitir a Rusia en
cualquier negociación con Ucrania. Eso hizo que la jugada de la adhesión a “Europa” se
convirtiera en una bomba desestabilizadora que transformaba equilibrios y diferencias,
territoriales y de intereses, hasta ahora gobernables en una verdadera fractura.
Esa circunstancia, unida a las improvisadas contraofertas y fuertes presiones de Moscú,
alimentó las más que razonables vacilaciones del Presidente Viktor Yanukovich. El no de
Yanukovich al tratado con la UE hizo estallar el descontento social contra la corrupción, la
oligarquía, contra el gobierno inefectivo, opaco y socialmente injusto, aspectos que el
polo popular occidentalista ucraniano asocia con el modelo ruso.
El primer Maidán fue un movimiento surgido de un impulso genuinamente popular que
expresaba elementales deseos de regeneración democrática, civil y nacional. Pero a
diferencia de, digamos, el 15-M, tenía detrás a uno de los dos bandos oligárquicos y a los
socios exteriores americanos y europeos (particularmente polacos y alemanes), con apoyo
de medios de comunicación locales e internacionales, por lo que desde el principio estaba
bien cargado de ambigüedad social y geopolítica.
El gobierno de Yanukovich respondió a ese desafío con gran inseguridad, represión y juego
sucio: movilizando bandas de lumpen que apalizaban a activistas, etc., lo que aún indignó
más a la gente.
Por sí solo, el sujeto que formaba la infantería de este Maidan (la intelligentsia creativa,
los grandes y pequeños hombres de negocios del sector servicios, estudiantes,
profesiones liberales y funcionarios apoyados por los clanes oligárquicos “alternativos”),
no era capaz de tomar el poder y tumbar al desprestigiado régimen -por otra parte electo
y completamente legítimo desde el punto de vista formal. Para derribarlo se necesitaba
una fuerza de choque, disciplinada, y dispuesta a jugarse el físico. Una caballería pesada.
Esa fuerza fue la extrema derecha armada con la ideología nacionalista de tradición
“banderovski”, apoyada por los oligarcas y los padrinos geopolíticos occidentales. Si la
trama subterránea de complicidades, financiación, asesoramientos y adiestramiento de
servicios secretos occidentales (americanos, polacos y alemanes) apenas ha trascendido,
cuarenta políticos occidentales de primera fila, entre ellos primeras figuras de Estados
Unidos y los ministros de exteriores de Alemania, Polonia, países bálticos, etc. pasaron por
la plaza de Kíev repartiendo solidaridades y pastelitos. Fue ese segundo Maidán el que
ejecutó el cambio de régimen en las jornadas de febrero en un contexto de batallas
campales con incendio y toma de sedes ministeriales en medio de una masacre
indiscriminada de manifestantes y policías (en total un centenar, además de más de una
decena de policías) a cargo de tiradores de precisión el 20 de febrero, lo que precipitó la
caída del gobierno y la huida del presidente.
El estudio académico mas convincente sobre aquella masacre, obra del profesor Ivan
Katchanovski, de la School of Political Studies de la Universidad de Otawa concluyó lo
siguiente:
“La evidencia indica que una alianza de elementos de la oposición de Maidan y la extrema
derecha estuvo involucrada en el asesinato en masa tanto de los manifestantes como de
la policía, mientras que la participación de las unidades especiales de la policía en los
asesinatos de algunos de los manifestantes no se puede descartar por completo en base a
la evidencia disponible. El nuevo gobierno que llegó al poder en gran parte como
resultado de la masacre falsificó su investigación, mientras que los medios de
comunicación ucranianos contribuyeron a tergiversar la matanza masiva de manifestantes
y policías. La evidencia indica que la extrema derecha desempeñó un papel clave en el
derrocamiento violento del gobierno en Ucrania”
A la misma conclusión llega Richard Sakwa, de la Universidad de Kent, autor del mejor
libro sobre el Maidan publicado hasta la fecha (Frontline Ukraine).
Otra crónica periodística del Maidán en Kíev indica:
“Hasta el más iluso activista de cualquier movimiento social europeo comprende ahora el
misterio de lo que se está viendo estos días en Kíev:si la causa es “justa”, se puede ocupar
más de media docena de edificios y sedes ministeriales en el centro de la capital, varias
sedes regionales del gobierno, organizar escuadras paramilitares, presentar una fuerte
resistencia física ante los antidisturbios, matar agentes y ganarse el aplauso de la Unión
Europea. Las batallas campales son aquí “valientes y pacíficas manifestaciones”. Las
autoridades, y no los ciudadanos, “deben renunciar a la violencia” y derogar “las leyes que
limitan las libertades y derechos” y sus reivindicaciones deben ser escuchadas, Merkel et
Bruselam dixit. ¿Comienza una nueva época? ¿Veremos a políticos rusos, bielorrusos y
ucranianos llamando a la huelga general en Atenas, coreando el “no nos representan” en
la Puerta del Sol o aplaudiendo a quienes lanzan botellas incendiarias a la policía en el
Ocupy Frankfurt?”
Obviamente si todo aquello hubiera ocurrido con los vectores y escenarios invertidos -un
gobierno favorable a los intereses occidentales, en México o Canadá, con políticos rusos,
chinos y venezolanos de primera fila repartiendo pastelitos entre los manifestantes- no se
habría celebrado como progreso democrático, sino como escandaloso y sangriento golpe
de estado, terrorismo y demás…
El cambio de régimen en Kíev precipitó la revuelta del Este de Ucrania con padrinazgo
ruso. Primero en Crimea, donde las declaración de soberanía y el posterior ingreso del
territorio en Rusia, fue fácil por el amplio apoyo de la población y la presencia de la flota
rusa, y luego en todo el arco de Novorossia. Todas esas regiones, temerosas de las
primeras disposiciones de un gobierno con participación de “banderovski” en materia de
lengua, etc., y ante la evidencia de que sus derechos e intereses iban a ser atropellados,
pidieron federalismo en pequeños antimaidanes pro rusos, sin el menor apoyo de
oligarcas locales (todos se pasaron a Kíev), que expresaban el mismo genuino descontento
social y temor popular que el de Kíev desde un vector identitario y geopolítico distinto. En
Odesa, ciudad rusofila y rusoparlante, el mundo precencio aquel febrero manifestaciones
de decenas de miles de ciudadanos contra el nuevo gobierno de Kíev salido del Maidán y
contra el nacionalismo ucraniano antiruso. Aquella protesta se aplastó con otra masacre,
la de la Casa de los Sindicatos del 2 de mayo a cargo de la extrema derecha y los hinchas
de futbol venidos de todo el país a poner orden en la ciudad, con el resultado de 46
muertos y 214 heridos, muchos de ellos abrasados en el edificio de cinco plantas
incendiado con cócteles molotov ante la pasividad de la policía. En otras regiones rusófilas
el miedo, la debilidad de la protesta o la pasividad de los disconformes con lo que sucedía
decidió la situación. No fue así en el Este del país, donde se organizó una fuerte resistencia
popular armada mezclada con intervención camuflada rusa. La respuesta del nuevo
gobierno de Kíev fue el envío del ejército en misión antiterrorista -lo que el presidente
Yanukovich no se había atrevido a hacer- y que dio paso a la militarización y al actual
escenario de guerra civil con 14.000 muertos y centenares de miles de refugiados y
desplazados.
La protesta contra el Maidán en Odesa implicó a decenas de miles y fue ahogada en
sangre el 2 de mayo de 2014 con una cincuentena de muertos.
Una vez más: si cambiamos las fichas, toda esta utilización de aviación y artillería contra
ciudades habría sido valorado en Occidente como intolerable crimen contra la humanidad,
etc., etc.
Dicho esto, se impone la evidencia de que todo lo que hubo y hay de genuinamente
popular y liberador, tanto en el primer Maidán de Kiev como en la revuelta de Novorossia,
importa muy poco a fin de cuentas en este conflicto en el que lo determinante es su
dimensión geopolítica. Nada se entiende sin poner el zoom de nuestra observación en
posición de gran angular.
IV) El Imperio del caos y la “arquitectura de la seguridad europea”.
La propaganda occidental achaca el conflicto de Ucrania a la maldad de Putin, al nuevo
expansionismo ruso y propone cronologías tan descaradas como la película que comienza
con la invasión rusa de Crimea. Vaya por delante que el régimen oligárquico ruso tiene
intereses correspondientes (aunque mucho más legítimos, desde el punto de vista de la
historia y de la geografía) a los occidentales por: 1- Mantener su control y acceso a buena
parte de los recursos naturales e industriales de Ucrania, 2- Ampliar su influencia
geopolítica y 3- Por consolidar el régimen autocrático de Putin y la unión autoritaria de
burócratas y magnates que lo sustenta, con medidas de tanta carga patriótica como el
regreso de Crimea a Rusia.
Desde ese punto de vista, tal como decía el profesor Mijaíl Buzgalin, la recuperación de
Crimea es tan “progresista” como el intento de los militares de Argentina por hacerse con
las Islas Malvinas ante Inglaterra.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta -sobre todo a efectos de la imprevisible evolución
interna de Rusia en los próximos años- pero es bastante secundario e irrelevante al lado
del hecho principal: por primera vez en un cuarto de siglo una gran potencia regional,
como es Rusia ahora, paró los pies a la superpotencia hegemónica del conglomerado
imperial Estados Unidos-OTAN-Unión Europea. Es este desafío que crea un precedente, lo
que es visto como intolerable y es contestado con sanciones y escenarios de nueva guerra
fría.
La situación lanza señales a la correlación de fuerzas global y a la recomposición de las
alianzas del mundo multipolar en formación. El siempre interesante Pepe Escobar se lanza
a la piscina y ya anuncia un eje euroasiático Pekín-Moscú-Berlín para dentro de 20 o 30
años. Personalmente soy bastante escéptico no ya en este tipo de construcciones, sino
sobre algo mucho más básico: sobre la mera posibilidad de pronosticar cualquier cosa de
esa envergadura a 20 años vista en el actual mundo revuelto. Por eso, antes que perderse
en inciertas proyecciones futuras más vale repasar la película que ha conducido hasta el
conflicto ucraniano.
Durante la Perestroika, el pacto que Gorbachov acabó ofreciendo a Occidente fue el de
cancelar la guerra fría a cambio de una arquitectura europea de seguridad integrada. Esa
fue la oferta implícita de Moscú a Alemania y así fue entendida y aceptada por todos los
actores. A nivel contractual todo eso quedó reflejado en la Carta de París de la OSCE para
una nueva Europa, firmada en el Elíseo en noviembre de 1990, es decir aún en vida de la
URSS. Las implicaciones de tal esquema eran enormes. La integración soviética en Europa
habría dado lugar a un gran conglomerado político-económico, con un gran mercado, una
enorme potencia energética y cierto eje político París-Berlín-Moscú. Por mal que se
jugase, aquella partida acababa con la hegemonía de Estados Unidos en Europa, a todas
luces innecesaria una vez disuelto el enemigo. Todo esto no funcionó por varias razones.
Sin duda Washington lo percibió enseguida como una amenaza a sus intereses generales y
actuó en consecuencia. Gorbachov pecó también de ingenuidad al no amarrar aquellos
pactos en acuerdos y contratos sólidos, confiándose en acuerdos entre caballeros. Pero en
Moscú sucedieron también cosas que facilitaron mucho que este escenario fracasara.
En agosto de 1991 se produjo el golpe de estado de quienes consideraron que se había ido
demasiado lejos. El golpe fracasó, porque sus autores no dispararon contra la gente, como
luego haría en octubre de 1993 Boris Yeltsin con el aplauso de Occidente, y sobre todo
porque la estadocracia ya estaba muy metida en la perspectiva de una entrada en el
mercado global con privatización etc. Con todo, el proyecto de Gorbachov para Europa, lo
que llamaba la “Casa común europea”, podría haber sobrevivido a aquello. Pero en
diciembre la emancipación y degeneración de la estadocracia rusa liderada por Yeltsin,
disolvió la URSS. Ya sin Gorbachov siguieron diez años de juerga en la que las energías de
los dirigentes de Moscú se centraron en el saqueo del patrimonio nacional (privatización),
renunciando a toda política exterior autónoma. Eso hizo que Occidente le perdiera por
completo el respeto a Rusia y se convenciera de que podía tratar con ella como con un
vasallo. En cualquier caso, Rusia ya no daba miedo: recordemos que era la época en la que
5000 guerrilleros chechenos batían al ejército ruso en el Cáucaso del Norte.
En ese contexto las actitudes cambiaron radicalmente. Si Rusia era tan débil podía hacerse
con ella cualquier cosa. Zbigniew Brzezinski, un conocido estratega americano -luego
asustado por lo que se ha visto en Ucrania y partidario de la “finlandización” de ese paíspropuso en aquella época desmembrar Rusia en cuatro o cinco estados, con una república
de Extremo Oriente, otra siberiana, una Rusia europea, una confederación caucásica, etc.,
etc. Su libro, de 1997, fue muy leído en Moscú.
Esa fiesta se acabó cuando, una vez concluido el asalto al supermercado, en Moscú
decidieron poner orden. Putin ha sido eso: el restablecedor de un orden elemental y el
hombre que quiere impedir la desmembración de Rusia proyectada por el Deep State de
Estados Unidos, una convicción profundamente arraigada en la mentalidad de Putin y en
los medios de los servicios secretos rusos que tan importante papel juegan en el Kremlin.
En 2001, mientras los americanos se deshacían de algunos de los acuerdos de desarme
más importantes de la guerra fría (por ejemplo el acuerdo antimisiles, ABM) y
descafeinaban otros, y mientras tras la caída de Milosevic en una de esas revoluciones de
colores el Washington Post editorializaba anunciando que la siguiente jugada sería en
Bielorusia y Ucrania, Putin propuso su colaboración a Bush en el esfuerzo “antiterrorista”
posterior al 11-S. Cedió acceso a Afganistán por la puerta trasera de Asia Central ex
soviética y cooperó en logística e inteligencia todo lo que pudo. Todo eso no sirvió para
nada. En Europa las cosas siguieron igual.
Mientras las bombas calientes de la OTAN caían sobre Yugoslavia, Javier Solana venía a
Moscú a mediados de los noventa a convencer a los rusos de que la ampliación hacia el
Este del bloque occidental, rompiendo todas las promesas, no tenía nada que ver con
seguridad ni confrontación: “ya no estamos en los pulsos militares de la guerra fría”,
decía, “las zonas de influencia son cosa del Siglo XIX”. Evidentemente nadie le tomaba en
serio. Fue así como, a partir de mediados de los noventa, se decide ampliar la OTAN.
En la primera etapa ingresaron, en 1999, República Checa, Polonia y Hungría. En la
segunda, (2004) Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. Este
proceso se hizo paralelamente a las intervenciones en Yugoslavia (1995 Bosnia, 1999
Kosovo), cuya lectura externa era anular el único espacio no sometido a la nueva disciplina
continental tras la guerra fría, y entre sucesivas advertencias rusas sobre “líneas rojas”
(avances del bloque que serían considerados inadmisibles en Moscú) que fueron
ignoradas. En la cumbre de abril de 2008 en Bucarest la OTAN ya se planteó el ingreso de
Ucrania y Georgia, con la oposición de Francia y Alemania, lo que no impidió reflejar la
promesa de tal ingreso en el comunicado final de la reunión. Sigue en agosto el ataque de
Georgia a Osetia del Sur y la respuesta militar rusa. Pese a aquella señal, la OTAN sigue sin
renunciar a la integración de ambos países y prosiguió su ampliación, en 2009, con Albania
y Croacia.
A lo largo de 30 años, mientras se le iba avasallando, Moscú no ha dejado de insistir en el
esquema de Gorbachov: reclamando un esquema de seguridad continental integrado.
Entre 2008 y 2013 seguí esa situación desde la Conferencia de Seguridad de Munich, el
foro atlantista más importante al que se invita a Rusia. El discurso ruso siempre fue muy
claro en ese foro. (Véase: https://blogs.lavanguardia.com/berlin-poch/munich-eloccidente-autista)
En 2007 Putin denunció directamente el juego sin reglas en el que se había convertido el
intervencionismo occidental. Dijo, “el hermano lobo no pide permiso a nadie y come
donde quiere”. En 2008 advirtió que “si Ucrania ingresa en la OTAN dejará de existir”
porque se partirá”. En 2009 el Presidente Dmitri Medvedev propuso celebrar en Berlín,
“una cumbre paneuropea, abierta a Estados Unidos” (fíjense en el detalle) para “preparar
un acuerdo sobre seguridad europea jurídicamente vinculante” que ponga fin a las
actuales tensiones. En lugar de globalizar la OTAN, usurpando el papel de la ONU, Europa
debe recrear la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (aquella OSCE de la
Carta de París de 1990), dijo. Todo eso se ha venido repitiendo hasta la saciedad pero
nunca fue motivo de titular de prensa o de telediario en Europa Occidental. En la visión
que se nos ofrecía, el “problema de Rusia” no era su exclusión, manifiesta y provocadora,
del sistema europeo, sino la esquizofrenia de sus “percepciones de amenaza”, se nos
decía en los raros momentos en que alguien se interesaba.
Con Ucrania toda esta arrolladora serie acumulada a lo largo de 30 años ha explotado y los
motivos son claros. En Europa se ha creado un enredo fenomenal sobre el que muchos se
advertía en los años noventa. Estaba claro desde el principio de que no habría estabilidad
continental a largo plazo en un esquema de seguridad que no implicara a Rusia y menos
aún que se planteara contra Rusia. A Estados Unidos ese desastre no le venía mal, porque
era la garantía de que podría continuar manteniendo su tutela sobre el viejo continente,
sin la cual su estatuto de superpotencia se vería mermado. La historia nos advertía que el
miedo de los países del Este a Rusia era perfectamente razonable, pero ¿qué decir del
miedo de Rusia, dos veces invadida por Occidente desde 1812 hasta Moscú, la última de
ellas con el resultado de 27 millones de muertos? Si hubiera que resumir la situación en
una frase, diríamos que la OTAN justifica hoy su vigencia en la necesidad de afrontar los
riesgos creados por su propia existencia y ampliación al Este del continente. ¿Será la
Unión Europea capaz de reconocer su error y dar marcha atrás?
En nuestro siglo, acuciados por problemas existenciales imposibles de resolver sin una
intensa concertación internacional, no tenemos mucho tiempo que perder. En la hipótesis
más optimista, el resultado del conflicto de Ucrania podría retrasar unos cuantos años
más la integración de Rusia en un esquema europeo de seguridad. En la más pesimista,
una guerra en Ucrania consolidaría y anticiparía el escenario de un conflicto global de
grandes propor

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